Aquiles Córdova Morán
En el año que terminó, vivimos una verdadera orgía de democracia: “primavera árabe”, “revoluciones de colores”, combatientes “moderados” por la libertad, son algunos de los bellos nombres con que la prensa occidental nos presentó las terribles masacres ocurridas en Túnez, Libia, Egipto, Siria, Palestina, Irak, Afganistán y Ucrania. Si damos crédito a la explicación de los medios, en todos estos casos lo que ocurrió (y sigue ocurriendo en varios de ellos) fue un levantamiento popular (de jóvenes, precisan algunos) en contra de dictadores sanguinarios que se mantenían en el poder desde varias décadas atrás.
El fin era sacudirse su oprobiosa dictadura e instaurar en su lugar la panacea infalible y largamente añorada: la democracia occidental con su división de poderes, sus partidos políticos “que representan entre todos a la sociedad entera”, con sus elecciones periódicas en las que el pueblo, mediante el voto universal, libre y secreto, elige a sus gobernantes y labra así su felicidad.
Esto en teoría. En la realidad, lo que hoy vemos es un Túnez altamente inestable y con graves problemas de desempleo, de crecimiento económico y de una creciente pobreza y desigualdad entre sus ciudadanos; una Libia convertida, casi literalmente, en un montón de ruinas por los misiles de la OTAN, sumida en la violencia y el terrorismo; un Egipto sin paz ni estabilidad internas y, en lugar de la bota de Mubarak, la bota militar, aunque un tanto disfrazada, sobre su cuello; los “moderados” de Siria, luego de haber reducido a escombros medio país y de haber sustraído una parte del territorio a la soberanía del Estado Sirio, súbitamente se quitaron el disfraz de moderados y se convirtieron en el feroz y fanático Emirato Islámico que hoy tiene a Irak dividido en tres pedazos y lleva a cabo una “limpieza étnica” que implica el destierro o la muerte de cristianos, kurdos y otras minorías. En fin, Ucrania, gracias a su revolución de colores, hoy se halla dividida en dos zonas antagónicas y sometida al yugo de una camarilla nazi-fascista cuya única tarea es poner al país bajo el paraguas atómico de la OTAN y, de ese modo, convertirlo en una base militar cuyos misiles apunten a la cabeza y al corazón de la Federación Rusa. No son pues, estos resultados, algo de que pueda enorgullecerse la democracia occidental.
No hace tanto, escuché el comentario televisado de un escritor de reconocida solvencia intelectual que opinaba sobre el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre EE.UU. y Cuba. Casi me caigo de la silla cuando lo oí afirmar, con toda seriedad, que el hecho era plausible porque podía ser el final de la “férrea dictadura de los hermanos Castro” sobre la Isla. ¿Férrea dictadura? El espacio no me permite entrar en detalles, pero creo indispensable señalar que Cuba es, según la ONU, el país latinoamericano con el mayor índice de desarrollo humano; el país donde la desigualdad social, medida por el famoso coeficiente de Gini, es una de las menores del planeta; el país donde los servicios educativos y de salud, ambos de excelente calidad, alcanzan realmente a toda la población de la Isla. Y todo esto ha ocurrido a pesar del feroz e ilegal bloqueo económico de EE.UU. y, desde luego, bajo la “férrea dictadura” de los hermanos Castro. Cabe preguntarse entonces: ¿qué tenía en mente el comentarista que hizo esta afirmación? Casi con seguridad hacía suya la versión imperialista de que la falta de derechos humanos, de libertades civiles y políticas y la ausencia de partidos, campañas electorales manipuladoras y elecciones libres mediante voto universal, en Cuba y en cualquier parte del mundo, son signos inequívocos de una “férrea dictadura”. Por lo visto, resulta asaz difícil, si no imposible, liberarse de la cárcel ideológica en que nos ha sumido la propaganda ideológica de los medios al servicio del capital mundial. Aun así, creo que los partidarios decididos de la democracia occidental se pueden dividir en dos grupos: los interesados, es decir, los que la usan como herramienta eficaz de propaganda y de manipulación ideológica, a sabiendas de que mienten; y los que lo son por honradez intelectual, porque están plenamente convencidos de que es así. Del primer grupo no hay nada que decir. No por ahora, al menos. Del segundo creo que, sin faltarles al respeto, puede decirse que cometen un error de apreciación que consiste en confundir la democracia real, la que existe y opera en los países capitalistas, con su concepto teórico. Confunden la democracia real con la democracia ideal.
Se olvidan estos últimos, en primer lugar, que la democracia es una forma de Estado y de gobierno (y no un modo de producción y de distribución de la riqueza social) razón por la cual puede funcionar con cualquier tipo de estructura económica cuando las circunstancias lo exigen o lo permiten. Prueba de ello es que fue creación de la Grecia clásica (la de los siglos V y IV a.C.); más específicamente: del Ática y de su capital Atenas, que vivían bajo un sistema de producción esclavista. Es decir, la democracia fue un descubrimiento político de los esclavistas griegos a quienes prestó excelentes servicios, como lo prueba la historia; y justo por eso hoy esa democracia, en su versión moderna, presta servicios parecidos a los esclavistas modernos, a los grandes capitalistas que viven de explotar el trabajo asalariado. Visto así el problema, resulta obviamente absurdo afirmar que esta democracia trae por sí sola bienestar económico, político y social al pueblo trabajador. Si así fuera, saldrían sobrando las organizaciones gremiales, los sindicatos, etc., para la defensa de los intereses laborales del obrero, y habría que resucitar la ley Le Chapelier que sancionaba con pena capital a los promotores y organizadores de sindicatos. Pero todo mundo sabe que no es así.
En segundo lugar, olvidan que nuestra democracia difiere de la griega en que ésta era una democracia directa, es decir, ejercida por el pueblo reunido en asamblea, mientras que aquélla es una democracia indirecta, representativa, porque el crecimiento de la población en cada país, ante todo, volvió impracticable la segunda. Pero el concepto de representación no tiene un significado único, perfectamente definido y no susceptible de interpretación; por el contrario, admite diversas interpretaciones y aplicaciones en los hechos, de las cuales la democracia partidaria, con su división clásica de poderes, es sólo una de estas posibles variantes, no la única, la universalmente válida, como piensan los bienintencionados y como exigen los que ven en este dogma la mejor arma para propagar y defender sus intereses por el mundo entero. De aquí se sigue que puede haber democracia en un país, es decir, puede haber participación activa, efectiva y eficiente de las masas populares, tanto en la formación del gobierno como en la toma de las decisiones trascendentes para la vida social, aunque no haya muchos partidos políticos ni compra de votos y de conciencia para ganar las elecciones. Los funestos resultados que la “democracia” al estilo norteamericano ha arrojado en los países arriba citados, así como el secuestro del poder y de la toma de decisiones por una pequeñísima élite de poderosos y privilegiados en los países de “libre empresa”, demuestra que este tipo de democracia está totalmente agotado. Es más: su aplicación a raja tabla es, en buena medida, la responsable de la absurda concentración de la riqueza y del incontenible crecimiento correlativo de la pobreza que se están difundiendo por el planeta; y es también la causa de que ni se encuentren ni puedan aplicarse las medidas correctivas adecuadas para frenar el proceso. La democracia del capital está al cabo de sus días junto con él, y se hace indispensable, por tanto, encontrar nuevas y más perfectas formas de acción y de representación popular. Esto es lo que intenta la “férrea dictadura de los hermanos Castro”, y esto es lo que no entienden sus detractores, de buena o de mala fe.