Por: Aquiles Córdova Morán
El lunes 15 del mes en curso vi la primera parte de una entrevista que el Primer Mandatario concedió a Joaquín López Dóriga, conductor del noticiario televisivo nocturno de mayor audiencia en el país. A pregunta directa del periodista sobre la baja popularidad que le otorgan al Presidente todas las encuestas sobre este indicador, contestó, palabras más o menos, que él nunca vio ni ve la responsabilidad presidencial como una arena para disputar la medalla de oro de la popularidad; que entiende su elevado cargo como la oportunidad para tomar y poner en práctica las reformas que reclaman el progreso y la prosperidad de toda la nación, por difíciles y riesgosas que sean, a pesar de tener plena conciencia de que algunas de ellas, o todas quizá, lastimarían ciertos intereses establecidos y de que el costo lo pagaría la figura presidencial.
Pienso que, contrastada con la teoría del Estado, con la historia de las ideas políticas y con lo que hoy mismo piensa el mundo entero sobre lo que debe ser un verdadero Estadista, la postura presidencial es del todo acertada e inatacable. Pero también me parece obvio que la imagen presidencial es una cuestión que va más allá de lo puramente personal; que involucra problemas que deben entenderse y atenderse para que el sacrificio de la propia popularidad no resulte estéril, incluso contraproducente, es decir, para que las medidas se apliquen tal como fueron concebidas, sin mutilaciones ni enmiendas castrantes, para obtener todo el éxito que de ellas se espera. Y como las reformas requieren tiempo, a veces mucho tiempo para madurar y dar fruto, resulta también indispensable garantizar su permanencia, que tales medidas no serán echadas para atrás apenas haya un cambio de hombres y/o de partido en el poder. De aquí se deduce que es indispensable asegurarse que la caída de la popularidad presidencial no obedece, en el fondo, a la desaprobación o rechazo de los cambios y reformas emprendidos, por parte de la opinión pública mayoritaria.
Y subrayo que me refiero a la mayoría, a la población adulta de la nación o, si se prefiere, a las grandes masas populares cuyos intereses también se ponen en juego con cada modificación de alcance nacional que se ponga en práctica. Esta opinión (o duda) se sustenta en hechos históricos y de actualidad que demuestran, sin ningún género de duda, que cuando una reforma política, económica o administrativa, es realmente progresiva, pensada y planificada en beneficio de todos y no solo en el de las minorías más poderosas e influyentes, para poder imponerse sin mutilaciones y para sostenerse el tiempo que sea necesario a fin de madurar y dar su mejor cosecha, debe contar, necesariamente, con el respaldo popular. Los grupos que ya se encuentran en la cúspide de la pirámide social, por lógica elemental, quieren permanecer allí, de ser posible, para siempre; y solo aceptan cambios que sirvan para elevarlos aún más. Tales grupos, aquí y en todo el planeta, son feroces partidarios, o bien del inmovilismo o bien de las reformas regresivas; los cambios favorables a la nación como un todo solo pueden encontrar apoyo y respaldo leales y verdaderos en las grandes mayorías populares. De aquí la importancia política de la imagen presidencial como reflejo fiel de ese apoyo masivo a las reformas emprendidas.
Si yo he entendido bien al Primer Mandatario, sus reformas son de este último tipo. Por eso, no de ahora, sino desde que se hicieron públicas, nosotros, el Movimiento Antorchista Nacional, aun manteniendo diferencias (algunas significativas) con las propuestas presidenciales, jamás hemos actuado como un obstáculo para impedir su avance y aprobación; y cuando fue necesario y útil, sumamos nuestros modestos votos y pronunciamientos en su favor. Pero también desde entonces, y con ese motivo, nos dimos cuenta de que esta actitud nuestra no era valorada ni reconocida (y menos alentada) por nadie, (nivel de gobierno, funcionario, partido político, medio informativo, columnista o editorialista); pudimos comprobar que nadie parece fijarse en nosotros salvo para atacarnos y hacernos daño. Es verdad que este trato discriminatorio, agresivo, amenazante, calumnioso y acusatorio contra todo derecho y hasta contra toda buena educación, no comenzó en el actual sexenio; viene de muy atrás, desde nuestro nacimiento a la vida política hace 42 años, para ser exactos; pero también es un hecho que, en el sexenio actual, ese trato vejatorio e insultante ha alcanzado su cuota más alta. Hoy somos más agredidos, insultados e ignorados que nunca.
Doy unos cuantos elementos. Desde el punto de vista cuantitativo, ni de lejos somos quienes más ocupan la vía pública; y menos si se nos mide contra todas las demás organizaciones que protestan, como suelen hacer algunos medios y “politólogos”. Y sin embargo, no hay oportunidad, medio, columnista, opinador profesional o funcionario público que, hablando de las marchas, mítines y plantones, no nos ponga de inmediato como ejemplo y no nos conceda el honroso primer lugar como los que con más frecuencia y violencia atropellamos los derechos de terceros, dañamos la propiedad privada y perturbamos la paz social. De esta familia de “Torquemadas” ex oficio no se excluye nadie: izquierdas, derechas, centro e “independientes”, todos a una, como en Fuenteovejuna. Y desde el ángulo cualitativo, ninguna organización que ocupe la calle (incluida la CNTE) provoca tal furia, encono y saña en las acusaciones y denuncias de los medios como Antorcha y sus líderes. Baste recordar cuántas veces se nos ha acusado de “chantajear” al gobierno para sacarle dinero; o cuántas veces se nos ha señalado como “vividores” y “corruptos” que medran con la pobreza y las “cuotas” de los afiliados, sin que ningún funcionario “chantajeado” se tome la molestia de confirmar o desmentir el chantaje, y sin que nadie se preocupe tampoco de probar la “explotación” de que se nos acusa. El colmo fue la guerra feroz que el periodista Ciro Gómez Leyva, desde un canal televisivo, muy irritado por nuestro plantón en las inmediaciones de la SEGOB, desató contra nosotros. Nos acusó e insultó hasta quedarse ronco y acabó “exigiendo” al “gobierno” que nos hiciera pagar el lugar ocupado por el plantón que, a su juicio, era un “robo” a la Ciudad de México, y que se nos obligara a pagar daños y perjuicios al comercio establecido. Hoy con la CNTE, en cambio, lo veo muy calladito.
Hoy mismo, un señor Luege Tamargo, director que fue de CONAGUA en el gobierno de Felipe Calderón, desquiciado porque el H. Ayuntamiento de Chimalhuacán avanza en su proyecto de crear una zona industrial que proporcione empleo a los miles de desocupados de ese municipio, un centro universitario para los hijos de la gente sin recursos que forman legión, y una unidad deportiva para completar su formación y apartarlos del vicio y de la delincuencia, todo ubicado en terrenos de esa jurisdicción municipal; enloquecido el tal Luege, repito, porque ese noble e intachable proyecto avanza, acusa el Gobierno federal de cometer un “robo” y un “despojo” a la nación para “obsequiarlo” –dice– “a estos líderes corruptos (se refiere a los líderes antorchistas entre los cuales me cuento) que obligan a sus socios a encuerarse en la vía pública”. (Por lo visto, nos confunde con el Movimiento de los 400 Pueblos, pero eso es lo de menos). Esto lo escribió el día 4 de agosto. El día 15 del mismo mes, Luege vuelve al ataque afirmando del proyecto social que “en realidad se trata de una operación fraudulenta movida por intereses oscuros donde están involucradas autoridades federales y municipales con la conocida organización de invasores y golpeadores de Antorcha Campesina”. Hay mucho que decir sobre los argumentos “legales” y los alardes de patriótica honradez de Luege, pero hoy solo quiero destacar dos cuestiones:
1).- la forma totalmente gratuita, intempestiva y sin premisa alguna que le preste el mínimo sustento, con que Luege nos llama “invasores”, “golpeadores”, “corruptos”, y gente que “obliga a sus socios a encuerarse en la vía pública”. Cualquier calificativo sin sustento, dice la lógica elemental, o es un acto de servil lambisconería o es una simple majadería fruto de la mala educación. Por tanto, estoy en lo justo y en mi derecho a la legítima defensa si afirmo que ese señor, retoño anacrónico del fascismo mexicano de principios del siglo pasado, ese fanático que dragonea de patriota incorruptible buscando resucitar en la política nacional, no es más que un simple majadero, un tipo vil y mal educado que quiere sentar plaza de valiente atacando a la parte más débil y menos riesgosa para él. ¿Por qué no denuncia el daño ecológico inmenso que acarreará el nuevo aeropuerto y se ensaña con el modesto proyecto de Chimalhuacán?
2).- Las acusaciones de despojo, robo, fraude maquinado, etc., que lanza Luege, van dirigidas a las autoridades federales. ¿Por qué estas autoridades, que tienen toda la información necesaria, no le dan una respuesta cumplida a ese injuriador deschavetado? ¿Se trata acaso de permitir que haga el mayor daño posible a una organización que, por sus metas y métodos de trabajo, resulta un respaldo objetivo a las reformas del Gobierno actual? ¿Quién dispara fuego amigo contra el actual inquilino de Los Pinos? ¿Ya se les olvidó acaso que Reyes Heroles decía que “lo que resiste apoya”? Si las reformas en juego son realmente para bien del pueblo, ¿por qué no se convoca al pueblo a defenderlas? ¿Por qué más bien parece que hay empeño en derruir hasta sus cimientos las últimas barreras defensivas que la ley le otorga y le garantiza? La respuesta, obviamente, no la tengo yo.