Aquiles Córdova Morán
El domingo 26 de octubre, el antorchismo poblano celebró el 40 aniversario de la Organización de Lucha Contra la Pobreza en México con 120 mil poblanos que rebasaron ampliamente la capacidad de los dos estadios de que dispone la capital poblana, el Cuauhtémoc y el Hermanos Serdán, por lo que varios miles de ellos tuvieron que presenciar el evento a través de pantallas gigantes colocadas ex profeso en las inmediaciones de ambos recintos. Todo un suceso en la vida política de Puebla y del país.
En mi intervención de ese día volví a referirme, inevitablemente, puesto que de la lucha en su contra se trata, al problema de la pobreza. No voy a repetir todo lo dicho allí, sólo quiero puntualizar, por las equivocadas y falsas interpretaciones a que ha dado lugar, sobre todo en la prensa poblana, un punto que se refiere al carácter de Antorcha como organización de lucha social y a la visión que tenemos de su futuro, próximo y remoto. Dije, como ciertamente es de antiguo sabido y como yo mismo he repetido en ocasiones anteriores, que el responsable principal del crecimiento incontenible de la pobreza y de la desigualdad en el país, y de la consiguiente polarización social que amenaza la estabilidad y la paz sociales, es el modelo económico en funciones, volcado enteramente al mercado mundial y a la persecución frenética de una competitividad que nos garantice una porción suficiente de ese mercado. Para lograrlo, resulta indispensable crear empresas altamente tecnificadas y automatizadas, muy restrictivas en el empleo de mano de obra, que obligan a sus competidoras a hacer lo mismo y a despedir, en consecuencia, a obreros previamente contratados, y cuya producción está determinada por la demanda mundial y no por las necesidades de la población. El resultado es la casi nula creación de nuevos empleos, la elevación constante de la tasa de desocupación, los bajos salarios y la pérdida continua de su poder adquisitivo y la total desatención de la demanda del mercado interno, cada vez más débil y deprimido, e impotente, por tanto, para proporcionar a la población los bienes y servicios que necesita.
Esta vez añadí, sin embargo, que la permanencia de tan perjudicial modelo no se debe a la carencia de economistas bien preparados y altamente capacitados para diagnosticar la enfermedad y recetar la medicina correcta, sino a nuestra excesiva dependencia de la economía de Estados Unidos, como puede comprobar el primero que eche un ojo a nuestra balanza comercial con ese país. Esto nos ata a sus vaivenes de prosperidad y crisis; nos hace dependientes de los créditos del Banco Mundial y nos obliga a obedecer las directrices de dicha institución y del Fondo Monetario Internacional, que son las dos poderosas agencias que, a pretexto de “asesorar” a los países de economías “emergentes” para “ayudarlos a salir del atraso”, en realidad trabajan para alinearlos con los intereses de las economías de las grandes potencias. Décadas enteras de seguir sus “consejos” han convencido al mundo “subdesarrollado” de que esas políticas, lejos de beneficiarlo, resultan contraproducentes y lesivas en alto grado para sus verdaderos intereses nacionales. Dije, además, que estoy convencido de que si en otros momentos, momentos de auge y pujanza de la economía de mercado, parecía conveniente (y hasta inevitable) ligarse a las grandes potencias capitalistas y obedecer sus directrices, hoy, cuando su impotencia para curar su propia crisis y los claros síntomas de su decadencia global asoman por todos lados, seguir haciendo lo mismo parece casi un suicidio. Más bien se antoja urgente buscar alternativas comerciales, financieras y económicas en general, en aquellas naciones y bloques económicos emergente cuyos indicadores los señalan como las potencias del futuro, que nacen con una nueva y prometedora visión de desarrollo compartido de la humanidad, con progreso, justicia, libertad, igualdad y respeto a la soberanía nacional de todos y para todos los pueblos de la tierra. Esa parece ser la tarea de hoy para México, y para estar en condiciones de cumplirla, se torna indispensable no sólo permitir el despertar de las masas populares y respetar escrupulosamente sus garantías políticas, sino incluso alentarlas y fomentarlas desde el poder mismo, perderle el miedo al pueblo organizado y consciente y abrirle de par en par las puertas de su participación política y social, para convertirlo en un apoyo sólido y firme de una política realmente independiente y volcada hacia el interior del país y hacia los intereses nacionales, los de ese mismo pueblo que es (o debe ser) causa y razón de la existencia y de la actuación del Estado mexicano.
Para llegar a esto, dije, no es necesaria una nueva revolución armada y el Movimiento Antorchista no le apuesta a tal revolución ni ahora ni nunca; basta y sobra con que se cumpla cabalmente con la Constitución General de la República. Ésta, nuestra Carta Magna, fue pensada y redactada para cumplir con las dos funciones básicas de toda Constitución, tal como las definiera Mariano Otero, quizá el teórico más fino y avanzado del liberalismo mexicano del siglo XIX: garantizar la unidad nacional y permitir y promover el desarrollo y progreso de la sociedad en su conjunto, y no sólo el de los grupos privilegiados. Para lo primero, es vital respetar, proteger y permitir el ejercicio de las garantías básicas de libertad, igualdad, seguridad y respeto a la propiedad; para lo segundo, deben hacerse realidad derechos tales como empleo para todos, salarios dignos, educación, vivienda, servicios, energía, descanso y un ambiente limpio. Pero en el México de hoy, hay suficientes elementos para afirmar que no se cumple ni lo uno ni lo otro. El derecho a la seguridad está hecho trizas por el crecimiento de la violencia y el crimen, por los secuestros, robos, asaltos y asesinatos de todos los días, sin que haya esperanza siquiera de una auténtica protección para el ciudadano ni atisbos de verdadera justicia y castigo para los culpables; la igualdad jurídica es una burla a la vista de la corrupción y la venalidad de los órganos encargados de aplicar la ley, y por el uso de ésta como instrumento de venganza, persecución y represión de los opositores, por parte de miembros del Poder Ejecutivo; y la libertad está acosada por todos lados por quienes, en nombre de la libertad misma y los “derechos de terceros”, se oponen al ejercicio de las libertades básicas del ciudadano, como las de reunión, asociación, petición y manifestación.
Respecto al desarrollo y progreso sociales, lo dicho sobre el modelo económico y sus repercusiones es ya suficiente. Y es en este terreno, dije, donde se inscribe la lucha de Antorcha contra la pobreza; es a la luz de lo que sucede con el modelo económico como la necesidad, la justeza y la urgencia de su lucha resaltan hoy más que nunca, más que hace 40 años. Se trata de resolver las carencias más urgentes y básicas del pueblo para abonar a la calma, la serenidad y la tranquilidad de los más maltratados y atropellados por el Estado, en tanto que nos ponemos en condiciones de un cambio, gradual y pacifico pero de fondo, del modelo económico. Quienes se niegan a resolver las demandas planteadas por Antorcha, afirmé, violan la Constitución y anulan sus dos funciones esenciales según Otero. Cometen, además, un grave error político: creen que negando la solución a las demandas del pueblo y atacando a sus líderes van a matar para siempre su anhelo de progreso, de libertad y de participación política. Y no es así. Si resuelven las demandas de la gente, su organización crecerá, pero con vistas a su participación pacífica y constructiva; si no las resuelven, crecerá más y más aceleradamente, pero ahora radicalizada por la sordera oficial. Es decir, la masa pasará de masa reformista y demandante a masa revolucionaria, y no por su culpa, sino de quienes cierran toda válvula de escape a su inconformidad. Como puede verse, esto no es una amenaza para nadie ni menos la tonta baladronada de que “estamos listos para echar chingadazos”. Es una inferencia legítima sacada de nuestra realidad actual, y decirla hoy no es provocar su materialización, sino dar tiempo a quienes pueden hacerlo, para evitar que esta posibilidad se convierta en un hecho que nadie desea. Vale.