Francisco F. Velazco
Las miradas de los automovilistas y sus acompañantes se dirigen hacia el mismo lugar, todas buscan un punto en medio de la avenida; ya no resulta una imagen tan extraña, sin embargo, la curiosidad insiste en percibir, aunque sea por unos instantes, mientras disminuyen la rapidez para saltar el tope, lo que sucede en este sitio en especial. En silencio unos, con expresiones de asombro y de compasión otros; mujeres, en su mayoría, captan los acontecimientos como si no formaran parte, por su constancia, de la cotidianidad de esta ciudad y sus alrededores.
La misma actitud tienen los cientos de transeúntes que en este día han salido a la calle para buscar el juguete de regalo para los reyes; en ambas aceras, en sentidos opuestos, sin temor a chocar entre ellos, son atraídos, como hipnotizados, por la misma fuente que seduce a los conductores y a los pasajeros de los transportes particulares y colectivos. Hay quien pretende hacerse el desentendido y no mirar de frente, pero lo hace de reojo, como que voltea la cara para mirar atrás un local improvisado de muñecas o carritos y aprovecha la ocasión para percatarse de lo que sucede.
En medio del frío de este inicio de año, bajo la luz de todos los ojos que confluyen aquí, ahí está él, en medio del tráfico de vehículos y gente, de pie, sujeto a la pierna de su padre, con los ojos entrecerrados por el sueño, esforzándose por absorber el calor que emana de la extremidad a la que se adhiere mientras una muchacha de más edad, su hermana tal vez, su madre y su padre, con rostro dolorido y cansado, suplican ayuda alargando sus brazos hacia los cristales de las puertas delanteras de los coches.
La fragilidad de su pequeño cuerpo contrasta con la solidez de los grandes vehículos de carga que pasan a centímetros de sus pies cansados y que ponen en riesgo su vida. Entre metales y caucho, a ratos en brazos de su madre, continúa, al parecer, sin poder comprender la necesidad del peregrinar, desde el lugar de sus abuelos, hasta un destino incierto. Seguramente muchos niños de esas innumerables caravanas migrantes estarán esperando que de entre los conductores aparezcan los rostros de esos míticos reyes y les obsequien un pequeño regalo; tendrán que preguntar si ellos también se dirigen hacia el norte, o si cuidarán de ellos en el camino, o si los visitarán a todos en los diversos lugares en donde se encuentren esta noche.
Llegó ayer desde las profundidades de la miseria continental que se adueñó de su casa, de su barrio y los expulsó sin juicio previo ni posibilidades alguna de defensa, condenándolos al destierro, a la mendicidad o a la muerte si los mayores fracasan en el intento de encontrar la fuente de vida, de donde brota el alimento, el cobijo, y un techo para su resguardo, llamado trabajo asalariado.
Lo que a la distancia se percibe, porque es visible sin la ayuda de los sentidos, es su incertidumbre; su desconcierto ante lo que sucede a su alrededor en este instante preciso. Es la suya una mirada que lo refleja todo; el movimiento, los colores, los gestos, las actitudes, pero que nada de lo que acontece le hace modificar el ángulo de su visión, como sucede con las personas invadidas por los recuerdos o con aquellas en las que su cerebro se ha convertido en un campo de batalla y cualquier movimiento de las pupilas decidiera la suerte de algún contendiente.
Sus pequeñas manos están vacías, no se ven por ningún lado envolturas o residuos de alimentos, ni cáscaras de frutos; las de los otros tres están igual, ni siquiera un recipiente para recoger la posible ayuda monetaria o en especie que pudieran recibir de los más solidarios que por diferentes razones transitan hoy por este lugar. Mientras a su alrededor, el ajetreo se hace más intenso por las preguntas y el regateo entre padres-reyes magos y comerciantes tratando de cerrar un trato ventajoso para ambas partes; no se le ve asombrarse por el colorido de los juguetes, muchos de los cuales estarán en pocas horas en algunos humildes hogares y que a estas alturas llenan ambas aceras en espera de un comprador.
El éxodo emprendido por su familia, hace una pequeña escala en este lugar para abastecerse de lo que se pueda; hay artículos que son vitales para la prolongada travesía y es necesario adquirirlos, por eso recurren a la ayuda de los habitantes. No han llegado solos, forman parte de las miríadas de seres surgidos desde los diferentes rincones de la patria grande, portadores de su cultura y de su idioma, que han convertido este punto del planeta en una Babilonia transitoria.
Tal vez algún albergue en las cercanías los espere para un descanso de su larga travesía en donde el tiempo ya no importa; se ha convertido en un sinsentido porque las semanas o los meses, quizá los años, son ahora la unidad mínima para medirlo. En su suerte de este momento está resumida la de miles de niños, que solos o con sus padres, han emprendido un peregrinar, desandando la ruta del hombre americano, en búsqueda de un nuevo comienzo, tal vez, al menos, de mayores esperanzas que dicen es la virtud de los desvalidos que se cuentan por millones, por todas partes del mundo en donde la codicia del dueño ha impuesto las reglas que deben obedecer los no dueños.
El rojo del atardecer es su despedida de este lugar, mañana comienza nuevamente su viaje, más sujeto que hoy al cuerpo de sus mayores, aferrados al lomo de “La Bestia”. Tal vez ahí lo alcancen los Reyes Magos, quizá no han olvidado del todo su tradición nomádica y se orienten ahora por la estela de luz de alguna de las múltiples rutas migrantes; posiblemente conozcan los caminos secretos entre los desiertos y compartan con él, sin cartita en el zapato, un pequeño presente que le ayude a soportar el viacrucis que lo aleje del monte calvario al cual parece estar predestinado por el simple hecho de haber nacido, quizá no en un pesebre, pero sí de entre los que nada tienen.