Aquiles Córdova Morán
En una “mesa redonda” en conocido canal de televisión con los presidentes de tres de los partidos “más representativos” (?) del país (PAN, PRI y PRD), el domingo cinco de junio por la noche, es decir, después de concluida la jornada electoral de ese día, se dio uno más de los acostumbrados sainetes a base de descalificaciones, imputaciones e injurias recíprocas entre los tres participantes a que ya nos tienen acostumbrados los políticos mexicanos.
Me sorprendió la virulencia de la discusión por su carácter extemporáneo pues, ya concluida la jornada electoral y conocidos los resultados en lo fundamental, yo esperaba una discusión seria sobre los problemas esenciales del país y lo que los partidos ahí presentes proponen para intentar resolverlos. No fue así, como ya queda dicho.
La violencia verbal totalmente inútil que allí se reprodujo, me obligó a traer a la memoria el lodazal en que ésta y casi todas las campañas electorales del pasado se han desarrollado, sin el mínimo respeto a la opinión pública y sin ninguna consideración para el decoro personal de los candidatos y de sus propias familias (padres, hijos, esposa y hermanos) que, en rigor, ninguna culpa tienen del comportamiento y las ambiciones políticas de su pariente, y a preguntarme qué es lo que se disputa realmente en los procesos electorales, cuál es el verdadero interés que mueve a candidatos y partidos a lanzarse con tanta furia contra sus rivales pasando por encima de todo (educación, racionalidad, mesura e incluso ética personal y política) con tal de hacerlos trizas y alzarse con el triunfo. La explicación convencional es que, tanto los candidatos como sus partidos, luchan por conseguir la oportunidad de trabajar sin descanso, de día y de noche, hasta el agotamiento y poniendo en ello toda su capacidad de realización y su inteligencia, para cambiar las cosas, la realidad del país, para hacerlo mejor, más habitable para todos, corrigiendo el daño de quienes prometieron todo y no cumplieron nada. En una palabra: la ferocidad descarnada de nuestros procesos electorales se explicaría, según esto, por el deseo irrefrenable que todos los postulantes sienten de trabajar, trabajar y trabajar en beneficio del pueblo y de la nación.
Y uno tiene que preguntarse incrédulo: ¿de veras? ¿Será esa la causa de tanto dinero tirado a la basura en forma de inútil y atontadora propaganda y de la maldad con que se atacan todos los candidatos y partidos sin excepción en busca del triunfo? ¿Tantos mexicanos hay dispuestos a inmolarse por el bien colectivo y nosotros no nos habíamos dado cuenta? ¿Y no es eso exactamente lo que dijeron y prometieron quienes hoy gobiernan y que nada han cumplido, según sus críticos y contendientes? ¿Y no harán lo mismo los que hoy pugnan por ocupar su lugar? ¿Por qué no? ¿Quién nos garantiza que ellos sí cumplirán sus promesas? La verdad es que todo parece indicar, si razonamos con un poco de coherencia, que no es el deseo de sacrificarse por los demás lo que hace tan sangrientas y encarnizadas las batallas electorales. Si así fuera, hace rato que se habrían resuelto los grandes problemas y carencias nacionales y el país no estaría como está ni sería el desastre que todos vemos y padecemos. Parece obvio que lo que en realidad se busca es el poder por el poder mismo, el poder que da honores, privilegios, placeres a la medida del deseo de quienes lo detentan y dinero, mucho dinero con el cual, según se afirma, se compra todo: buena fama, inteligencia, belleza, sabiduría y hasta la honra y la conciencia de quienes quedan sometidos a los dueños del poder político y económico. Eso es lo que se disputa y eso es lo que explica, sin hacer violencia a la lógica, el carácter virulento y despiadado de las luchas electorales en este sufrido país que es México; y es un deber sagrado de los electores darse cabal cuenta de ello y obrar en consecuencia.
Pero hubo algo más en la “mesa redonda” que escuece y desazona: que el presidente del PAN llamara al PRI un “partido corrupto”, ineficiente y defraudador de la confianza que el país depositó en sus candidatos, para agregar a renglón seguido, con triunfalismo que más bien sonó a amenaza, que el PAN “está de regreso” y que los resultados de esta elección intermedia aseguran que este partido ganará la Presidencia de la República en el 2018. En esta tajante acusación y en la forma en que fue hecha (forma seca y sin atenuantes, como un escupitajo) hay implícitas dos cosas sin las cuales el señalamiento pierde toda validez. La primera es que quien profiere la descalificación parte de la idea de que él está totalmente libre de aquello que imputa a su oponente; la segunda es que la acusación está fuera de toda duda y no requiere de demostración alguna. Pero a mí me parece que ambos supuestos son arbitrarios, gratuitos, y, por tanto, falsos. En el primer caso, basta recordar que no hace ni siquiera un sexenio que el PAN gobernaba al país, y que en los doce años en que lo hizo, los señalamientos de corrupción, tráfico de influencias, nepotismo e ineptitud para combatir la delincuencia y la inseguridad fueron pan de todos los días y verdades del dominio público. No hay, pues, la limpieza absoluta de culpas que la acusación presupone, sino una simple desmemoria del acusador o, lo que es peor, una absoluta incapacidad para la autocrítica y la rectificación.
En cuanto a la simple afirmación de que el PRI es corrupto e inepto, hay que decir que es una generalización injusta y arbitraria que el líder del PAN debió demostrar puntualmente, pues todo epíteto descalificador es un simple insulto si no se respalda con pruebas fehacientes. Habría que recordar al joven panista que ya Hegel estableció de modo incontestable que el concepto (cualquier concepto) no es nunca el punto de partida de un razonamiento verdadero, sino el punto de llegada, el punto de arribo de un estudio sólido, profundo e informado del objeto designado o calificado por el concepto en cuestión; de lo contrario, el juicio será necesariamente falso. Al PRI como un todo se le puede llamar corrupto o cualquier otra cosa, siempre y cuando se argumente y se demuestre que eso es así. Calificar y acusar sin demostrar es fácil, es oficio de injuriadores profesionales, y cualquier partido o ciudadano puede ser víctima de este tipo de ataques arteros y sin fundamento. También el presidente del PAN y su partido.
México enfrenta graves y serios problemas que demandan rápida y acertada solución. Solo a título de ejemplo menciono: el escaso crecimiento de la economía, que a su vez provoca el desempleo y los bajos salarios; el incremento de la desigualdad y la pobreza (que no se detuvo en los dos sexenios panistas); la violencia y la inseguridad; la pésima calidad y los altos costos de servicios como salud, educación, electricidad, gas, agua entubada; la aguda insuficiencia de la recaudación fiscal que impide atender estos y otros problemas que aquejan a la población de menores ingresos. Y a la vista de todo esto yo pregunto: ¿saben el PAN y su presidente por qué causa no crece la economía? ¿Saben por qué el gobierno recauda tan poco cuando la economía no ha dejado de crecer aunque a tasas insuficientes? ¿Saben qué relación hay entre violencia e inseguridad de un lado, y pobreza y desigualdad por otro? ¿Saben qué relación guardan las reformas educativa, laboral, energética, de las telecomunicaciones, etc., todas ellas dañinas para los más desamparados, con el modelo económico neoliberal que nos ahoga? Y si lo saben, ¿por qué pierden el tiempo en disputas quintopatieras en vez de hablar in extenso de tales problemas y de lo que piensan hacer para remediarlos? Esa sería una manera mejor y más legítima de asegurar el retorno del PAN al poder en el 2018. De lo contrario, yo tengo pleno derecho a renovar mi llamado a los pobres de este país: lo que hace falta no es un cambio de colores en el gobierno, sino la lucha enérgica del pueblo organizado y consciente en pro de sus intereses legítimos, única fuerza real que puede curar a México de sus enfermedades. ¡Vengan todos los pobres a las filas de Antorcha, donde un lugar de honor en la lucha emancipadora de México les espera! Vale.