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La educación y las huelgas

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Aquiles Córdova Morán

Aquiles Córdova Morán

A mucha gente no le gusta decirlo ni que se lo digan, pero es la verdad. La elevación científica, la auténtica, aquella que debe y puede realmente constituirse en el soporte y en el motor del desarrollo técnico-económico (y, por ende, de todo desarrollo) de un país, se trate de la nación entera o de un individuo en particular, solamente se logra con disciplina, con dedicación, con arduo trabajo para adquirir los hábitos fundamentales del estudiar y el pensar ordenados y científicos.

Las cápsulas culturales, los estudiantes de “ratos libres”, los semestres de un mes, los cursos “pagados con trabajos”, las “carreras cortas”, los cursos intensivos o “de verano”, no son, aunque moleste, más que simples fraudes más o menos disimulados que satisfacen, eso sí, intereses específicos, inmediatistas, tanto de quien los imparte como de quien los recibe. Tales prácticas educativas, lejos de contribuir en serio a difundir entre la población en edad de estudiar, el verdadero espíritu de disciplina y sacrificio que exige la auténtica capacitación científica y profesional, logra, y con un éxito y rapidez sorprendentes, el resultado opuesto: la irresponsabilidad, la ligereza, el utilitarismo economicista y la total falta de verdadero amor y entrega al estudio disciplinado y profundo.

Es evidente que uno de los grandes problemas del sistema educativo nacional, sean cuales fueren sus causas, es precisamente su manifiesta incapacidad para crear en el educando el hábito de estudio, el amor apasionado por la ciencia, la avidez de conocimientos que lo lleve a perseguirlos con tesón, en una palabra, el espíritu de sacrificio que lo anime, incluso, a robarle, si fuera necesario, algunos ratos prolongados a “los placeres de la juventud”. Por el contrario, el perfil del estudiante típico, “promedio”, si se me permite hablar así, es el de aquel que se considera a sí mismo “listo” porque falta al mayor número de clases posible, no toma notas en la cátedra, jamás consulta un libro, estudia sólo en vísperas del examen y sólo lo que considera “probable” que le pregunten y, en cambio, siempre aprueba sus materias.

La consecuencia de todo esto, como lo dice y lo repite todo mundo, es el descenso en picada de la calidad académica de nuestros educandos y de nuestros profesionales, sobre todo (así se afirma al menos), de los egresados de las instituciones públicas de educación superior.

El problema no es, como se ha tendido a simplificar con fines polémicos en los últimos tiempos, un problema de “excelencia académica”. Es una cuestión de progreso económico, de desarrollo social; es un problema de vivienda, de alimentación, ropa, calzado, medicinas; es un problema de infraestructura urbana y rural, de adecuada explotación de los recursos naturales del país, de adecuada explotación y uso de nuestros recursos energéticos, sobre todo, de una auténtica y nacionalista modernización de la planta industrial del país. Es un problema, en suma, de desarrollo, soberanía nacional y justicia social.

En nuestros días es un lugar común el que la raíz y el motor del progreso de las naciones más avanzadas del mundo está, precisamente, en su gran desarrollo científico y tecnológico, en los avances que, día con día, consiguen esos países en el conocimiento y dominio de las leyes que gobiernan la naturaleza, arrancándole a la misma sus secretos más íntimos para ponerlos al servicio de su propio desarrollo industrial y económico, y un corolario, también muy conocido y aceptado en nuestros días, de esta verdad fundamental, consiste en que todos aquellos países que no quieran o no puedan desarrollar un esfuerzo sostenido y suficiente en este terreno, estarán condenados al subdesarrollo, a la pobreza de sus habitantes y a la eterna dependencia y explotación colonial de los países poderosos y científicamente desarrollados.

De todo esto se desprende, sin ninguna violencia, que toda posición política auténticamente patriótica, nacionalista y revolucionaria, independientemente de sus matices específicos, tiene que postular (y defender en forma consecuente, con hechos, con su política específica de todos los días), como uno de sus principios medulares, la creación de un sistema educativo nacional que funcione de modo tal que garantice la formación de profesionales, en todas las ramas, progresistas, sí, nacionalistas, sí, pero también y fundamentalmente auténtica y profundamente capacitados, en sus distintas especialidades, para enfrentar y resolver todos los grandes problemas que plantea el desarrollo nacional.

Y salta a la vista, también, que esto no se conseguirá, de ninguna manera, si nuestras universidades e institutos de educación superior (y todo el sistema educativo nacional en su conjunto), junto con las tremendas fallas históricas que todo mundo les reconoce y señala, deben cargar, además, con las frecuentes suspensiones de sus actividades esenciales (las de la enseñanza, educación, investigación y difusión de la ciencia y la cultura) por motivos tan justos, sí, pero tan baladíes comparados con los intereses que tales suspensiones dañan y tan fáciles de solucionar por otros medios, como son las periódicas revisiones de contrato colectivo de sus trabajadores manuales.

México es un país pobre (no de recursos humanos y materiales, naturalmente), rezagado económica, social y culturalmente, que está requiriendo, por tanto, un profundo cambio en todas las políticas nacionales con vistas a corregir errores, a enderezar los rumbos y acelerar el paso, para lograr una plena y verdadera justicia social (que tiene que comenzar con una verdadera justicia económica) para las grandes masas populares, obreras y campesinas de nuestro país.

El verdadero espíritu revolucionario exige, en estas condiciones, que todo el sistema educativo nacional, y la educación superior en particular, se sumen a esta tarea con autenticidad, con patriotismo y con altura de miras.

Las huelgas prolongadas, estalladas a cada paso, por aumentos salariales o violaciones a los contratos colectivos de trabajo, dígase lo que se diga, operan en sentido contrario: Los verdaderos luchadores populares tienen el deber de repensar sus tácticas en este terreno.