Aquiles Córdova Morán
El gobierno de la República acaba de hacer un anuncio que, si no lo ahogara la saturación de noticias intrascendentes de los medios y el escepticismo provocado por el manejo tendencioso y manipulador de los sucesos graves que ocurren en el país y en el mundo (basta comparar lo que se nos informa sobre Venezuela y Ucrania con el descarado abuso de la fe religiosa del público, con claros fines crematísticos, al informar con exceso de detalles y de tiempo sobre la canonización de dos Papas recién celebrada por el Vaticano, hecho por lo demás muy respetable como todo lo que tiene que ver con la libertad de conciencia del ser humano), los mexicanos habríamos de sentirlo y calificarlo como un anuncio realmente histórico.
Me refiero al discurso presidencial en que se hizo el compromiso de invertir, en lo que resta del sexenio, más de siete billones de pesos (es decir, siete millones de millones de pesos) en obras de infraestructura. Veremos, pues (así se dijo), a fines de 2018, un país con un rostro totalmente renovado: más limpio, más funcional, más eficiente y (¿por qué no?) más bello, para satisfacción y legítimo orgullo de los mexicanos. Habrá nuevos y mucho mejores puertos, aeropuertos, ferrocarriles, autopistas, puentes, túneles y todo tipo de vías terrestres (primarias, secundarias y terciarias) mejoradas para comodidad y seguridad de los usuarios. En fin, se nos anuncia una profunda y radical modernización del país, que nos colocará a la altura de las naciones desarrolladas del mundo.
Yo creo que nadie en su sano juicio, o, como suelen decir los abogados, en pleno uso de sus facultades, puede negar que todo esto es no sólo positivo y conveniente a la salud y al vigor económico de la nación, sino absolutamente urgente y necesario; algo que hacía falta desde hace ya un buen rato, que todo mundo esperaba (y exigía) y que, por angas o mangas, no se había podido concretar, a pesar de varios planes e intentos en esa dirección. Y hay que suponer que, como consecuencia lógica de este gigantesco esfuerzo nacional, habrá también mayores inversiones en turismo, en el comercio, en todos los sectores y ramas industriales y que, por fin, nuestra agricultura saldrá de la época de la coa y el arado egipcio para entrar en la era moderna, como una actividad productiva y competitiva, mecanizada y tecnificada, que garantice la autosuficiencia alimentaria y sirva de firme base de sustentación a todo el edificio de la economía nacional.
Pero… (no podía faltar aquí la repudiada preposición adversativa que, a juicio de muchos, es vicio típico de los opositores de oficio)… Pero las cifras y los estudios serios de la realidad económica mundial dicen que no todo, en una modernización como la que se proyecta para México, es miel sobre hojuelas. Dejemos para mejor ocasión temores y dudas como el daño ecológico que inevitablemente causa una amplia red de carreteras, aeropuertos y vías férreas como la que se anuncia; la súbita elevación en la emisión de gases contaminantes que provoca un gran desarrollo industrial a la manera clásica; el agotamiento y contaminación de los cuerpos de agua, subterráneos y superficiales, etc., etc.; y vayamos al aspecto humano y social de la cuestión. Parece lógico que, a la vista del mencionado proyecto, se dé por seguro también que habrá más empleos, mejores salarios y, a través de una mayor recaudación fiscal, mejores servicios de salud, de educación, más y mejores prestaciones para los asalariados, servicios básicos para todos y energía barata entre otros beneficios. En una palabra: que la modernización traerá, fatalmente, mayor bienestar social. Y es esto, precisamente, lo que contradicen los datos y la experiencia económica mundial. Según ambos, el crecimiento económico no genera automáticamente más empleos ni mejores salarios; por el contrario, en casos extremos, provoca el fenómeno opuesto, es decir, un aumento del desempleo y un descenso del salario real. Y ocurre así porque las empresas modernas, aguijoneadas por el deseo de ganancia y eficazmente asesoradas por la ciencia y la tecnología, tienden irrefrenablemente a la automatización, es decir, al empleo de cada vez menos trabajadores a cambio de someter a los que le quedan a una explotación más intensiva con ayuda de la máquina. El fenómeno acaba contagiándose a todas por aquello de la competitividad y la lucha por los mercados: las intensivas en mano de obra tienen que “tecnificarse”, automatizarse, si quieren sobrevivir en las nuevas condiciones de la competencia y, por tanto, efectuar despidos masivos de trabajadores.
Respecto a los salarios, la teoría económica al uso dice que éstos sólo pueden aumentar “sanamente”, es decir, sin provocar inflación ni reducción de la tasa de ganancia, ligándolos a la productividad, es decir, dividiendo el incremento del ingreso, generado por la mayor productividad, entre el empresario y sus trabajadores. Así se incrementan los salarios, se mejora la utilidad de la empresa y se evita cualquier tipo de turbulencia indeseable. Pero las cifras mundiales dicen otra cosa: las utilidades han crecido incesante y desmesuradamente mientras el salario no sólo no ha crecido en la misma proporción sino que, incluso, ha disminuido su valor real. El resultado evidente es la tremenda concentración de la riqueza en poquísimas manos, mientras la lepra de la pobreza se extiende con la velocidad de una mancha de aceite sobre el agua. Y es que los salarios no se han “indexado” a la productividad sino a la inflación, y su incremento es siempre igual o menor a ésta última, mientras las utilidades crecen abusivamente.
Finalmente, sobre una mayor recaudación fiscal que permita mejores prestaciones y mejor nivel de vida en general para las masas, los investigadores occidentales, nada sospechosos de izquierdismo, han documentado que el poder económico hipertrofiado de las grandes empresas les ha permitido, y exigido a la vez, ser el verdadero elector de los gobernantes en las “democracias” del planeta; esto les permite controlar la economía y diseñar una política fiscal que descansa sobre la espalda de los asalariados, mientras ellos se embolsan casi el 100% de sus utilidades. La contención de los salarios, sumada a esta política recaudatoria, ha dado por resultado una inmensa acumulación de riqueza a escala mundial en forma de dinero, esto es, en forma no productiva sino especulativa, y ha convertido al capital financiero en el verdadero dueño del planeta. Ya no vivimos, se dice, en una economía de mercado, sino en una economía especulativa, que no produce pero que sí reclama utilidades. Es esto lo que explica la actual crisis económica mundial y la forma en que se pretende resolverla: yéndose aún más sobre los salarios y las prestaciones de los trabajadores (recuérdense los casos de España y Grecia) y desencadenando guerras locales “en defensa de la democracia”, para abrirle cancha a los grandes capitales ociosos. El capitalismo mundial se está ahogando en su propia riqueza. Ahora bien, si no aprendemos la lección, si no tomamos medidas serias para distribuir mejor la renta nacional, el plan anunciado nos llevará, indefectiblemente, al mismo atascadero de que habla la crisis económica mundial. Evitar esto a toda costa es el gran reto de nuestra modernización que, por lo demás, no merece sino la más desinteresada aprobación.